A-37B Flight Test
Al pasar la nariz del “Alfa” sobre los números
cercanos al cebollón de la cabecera de la pista 21, mi
emoción aumentaba paulatinamente. -Lindo día para volar-
pensé en esa tarde de primavera de 1981.
Dentro de mi
pesado casco de vuelo, una oportuna advertencia suena en
los auriculares: -Ojo las manos. La voz proveniente del
asiento izquierdo es de mi piloto, el Tte.1ro. Jorge
Vicente, que me previene que bajará la cúpula de la
cabina.
-Chuuuump!- cabina cerrada y trabada. Ahora estamos totalmente
encapsulados en este reactor bimotor de ataque, un Cessna
A-37B Dragonfly del Grupo de Aviación 2 Caza,
matriculado FAU 272.
Vicente lee atentamente cada ítem en la cartilla
de vuelo firmemente maniatada a su pierna
izquierda, comprobando cada uno de ellos con celeridad
envidiable, digna de un verdadero profesional. La
ubicación de los asientos lado a lado es muy útil para
el trabajo en equipo de la tripulación, permitiendo el
contacto vis a vis y la observación de las acciones del
piloto.
Tras bajar los dos visores de mi casco, el transparente y el
oscuro, y ajustar las trabas metálicas laterales de la
máscara de oxigeno, mentalizo los movimientos a realizar en caso
de eyección:
-Codos adentro, piernas hacia atrás,
espalda derecha, mentón adentro, palanca de eyección
arriba, activar y oprimir el gatillo-, y según el
manual de vuelo, el “guión
uno”, en 0,21 de segundo sentiría el fuerte golpe de la
corriente de aire, y un paracaídas se abriría sobre
mí tras la separación del asiento de mi cuerpo. (Todo esto
siempre y cuando la cúpula de cabina se hubiese eyectado
antes, y la aeronave tuviese suficiente velocidad, como aclararemos mas tarde).
De no ser en caso de una situación catastrófica, antes de eyectarme
debería esperar por la orden verbal expresa de Vicente,
tal como durante el carreteo hacia la pista me lo
recordaba:
-Le digo tres veces, eyéctese, eyéctese,
eyéctese, - después, si no se eyectó... lo dejo solo!
La voz de Vicente, al realizar las comprobaciones en voz
alta, adquiría un tono extraño y fantasmal, al mezclarse
con el sonido de su respiración dentro de su máscara de
oxigeno y llegar a mis oídos vía el intercomunicador.
-Frenos, potencia a 85% -
y controlamos instrumentos de
motores dentro de los límites. El mástil con la conexión
de abastecimiento aéreo en la nariz del avión, bien
alineado con el centro de la pista, indica el camino a
seguir. Vicente aplica potencia militar (100%), suelta
los frenos, y el monstruo comienza a desplazarse sobre
el cálido hormigón.
Las toberas de ventilación de la
cabina fuerzan sobre nosotros esa combinación de aromas
tan particular de aeronaves militares: mezcla de vapores
del combustible JP-4, aluminio, goma, teflón, plexiglás,
impregnando nuestras narinas y monos de vuelo. Una
mirada a los indicadores de los motores indica que todo
está en orden y que podemos continuar con el decolaje. Vicente por sí solo
habría notado los parámetros, pero mi
anuncio -Todo en verde- reforzó el hecho de que lo
asistiría en el monitoreo de los motores.
Esta práctica
era común en vuelos de formación, cuando nuestros
pilotos llevaban de acompañante a algún aerotécnico como yo de “bolsa”
o sea sin función específica a bordo, solicitándole que
observaran las indicaciones de los J-85, en tanto sus
ojos se mantendrían en el líder o ladero.
Vicente aplica
“palonniers” suavemente, manteniendo el tren de nariz,
vía el control de steering, sobre el centro de la pista.
A los 60 nudos indicados el timón de dirección se torna
efectivo y al alcanzar los 100 el piloto lleva
firmemente el bastón hacia atrás, apuntando la nariz hacia
el cielo.

El Alfa se eleva vertiginosamente impulsado por los dos
General Electric J-85-17A, cada uno de ellos generando un empuje
de 2850 libras a través de las ocho etapas del compresor
axial y dos de la turbina.
A los 110 nudos subimos el tren
de aterrizaje, y el bólido, con 30 grados de nariz
arriba, se separa del planeta velozmente, dejando atrás
la más poderosa estación aérea de la Fuerza Aérea
Uruguaya, la Base Aérea 2 Tte. 2do. Mario Walter Parallada. Estratégicamente localizada en la ciudad de
Durazno, en el centro del territorio nacional, la base
es casi equidistante de todos los rincones del país,
permitiendo a nuestros cazas llegar a nuestras fronteras
en unos 15 minutos de vuelo.
Tenemos buenos motivos para el ascenso veloz, ya que
estamos realizando un vuelo de prueba luego de un cambio de
motor (FCF- Functional Check Flight), y en la
eventualidad de ocurrir
alguna falla lo suficientemente seria como para tener
que abandonar la aeronave, los asientos eyectables Weber
Aircraft Corp.
necesitan un mínimo de velocidad para ser
efectivos, y cuanta más altura se tenga mayores son las
posibilidades de sobrevivir. Es que en esta máquina diseñada en los años sesenta,
como descendiente y hermano más fornido del viejo
entrenador de la USAF, el Cessna T-37 “Tweety Bird”, los
asientos "zero-zero" tipo Martin Baker británicos, son un
lujo que en la Fuerza Aérea Uruguaya solamente está disponible para los camaradas que vuelan los
IA-58 Pucará.
-Cómo trepa este bicho, no?- comenta Vicente, al notar
el régimen de ascenso de 4000 pies por minuto, al subir
en amplia espiral sobre los cielos de Durazno. Ahora el
piloto notifica
al torrero su intención de elevarse sobre el campo hasta
FL 210, donde realizaremos nuestras comprobaciones.
Al cruzar los 10.000 pies en ascenso, el piloto controla:
-Mezclador
de oxigeno: NORMAL, Combustible: CHECK, Yaw damper : ON,
Rejillas del motor: AUTO, Gancho de Cero Demora del
paracaídas: DISCONNECT, Altímetro: 29.92 Hg.
Y me
ordena:
-Nos sacamos el gancho.

Desconectar el gancho
de cero demora o zero delay lanyard, es primordial, ya
que durante una eyección, de estar conectado, ese gancho activaría
la apertura del paracaídas de forma inmediata. Esto es
ideal a baja altura pero indeseable por arriba del FL
010, d onde la falta de oxígeno y las bajas temperaturas
son un grave riesgo para un tripulante que cuelga de un paracaídas en lento
descenso.
¿Pero que pasa si la eyección ocurre por arriba de
10.000 ft y el tripulante quedó inconsciente? A no tener
conectado el gancho de cero demora, los pilotos
descenderán en rápida caída libre hasta los 10.000 pies,
y al cruzar ese nivel, un sensor barométrico abrirá
automáticamente el paracaídas. Un pequeño porrón de
oxígeno asegura la provisión del vital elemento mientras
se esté a gran altura.
En tanto ascendíamos, me imaginaba los comentarios de mis compañeros
de la Sección Motores, que como siempre en el caso de
estos vuelos de prueba, habrían observado nuestro
decolaje: -Che, como salió, eh? Con tutti
para arriba, no?- Siempre ávidos de emoción aeronáutica
y también de un recreo no establecido por el ausente Jefe de
Sección (justamente mi piloto...), estarían fuera del
hangar, manteniendo nuestro avión a la vista sobre sus
cabezas, mientras se tomaban unos bueno
mates.
Este vuelo de prueba era necesario debido a que, junto a
un equipo de aerotécnicos, habíamos realizado el cambio
del motor izquierdo del avión, y entonces era mandatorio
efectuar un vuelo para controlar su buen funcionamiento,
y poder devolver la máquina a la
condición de OV (orden de vuelo).
Habíamos tenido algunos inconvenientes con la planta propulsora
del avión, que esporádicamente entraba “en pérdida” en
vuelo. Esta falla, técnicamente un stall del
compresor, se manifiesta sonoramente con un fuerte "baaang" , seguida por
una pérdida abrupta de empuje, reducción de las RPM, y
aumento de la temperatura del gas de escape del motor. Obviamente
es una situación altamente indeseable que conocía
bien por haberla vivido en vuelos de prueba
anteriores.
Los motores a reacción sufren stall del
compresor por varias motivos: acumulación de suciedad,
ingestión de aire caliente (proveniente de gases de
escape de otra aeronave durante vuelos en formación),
maniobras abruptas, ingestión de objetos extraños, etc.
Para minimizar la probabilidad de ocurrencia de estas
fallas, frecuentemente lavábamos los motores con una
mezcla de agua y un producto químico llamado “Rust Lick”
(Lame Herrumbre... qué nombres inventan los gringos!)
. Esta mezcla se rociaba al interior del motor desde un
porrón a presión, por la parte frontal hacia su
compresor axial, mientras el General Electric giraba “en
seco” (sin arrancar, o sea bajo la torsión proporcionada
solamente por el motor de arranque, y sin suministrarle
combustible).
Nos tocaba ahora, durante el vuelo de prueba,
cerciorarnos del funcionamiento correcto del motor
remplazado, mediante una serie de procedimientos
preestablecidos, siendo mi tarea la de asistir a
Vicente en la observación y registro de los parámetros de
funcionamiento del motor, durante la realización de esos
procedimientos, diseñados para reproducir todas las condiciones
que la aeronave pudiera encontrar en operaciones de
vuelo.
Una agraciada voz femenina me saca de estos
pensamientos:
-Fuerza Aérea 272, ¿indique tipo de
avión?
Era la operadora en turno del Control de
Area Montevideo, que, ya nivelados a
21.000 ft (FL 210) nos controlaría para mantenernos
alejados del tránsito de aeronaves comerciales, ya que
el VOR Durazno, ubicado en nuestra base, es parte de la
concurrida aerovía que conecta el sur de Brasil con
Buenos Aires.
-Fuerza Aérea 272 es un alfa tres siete
- responde
Vicente.
Al escuchar esas palabras, desde los 21.000 pies de altura, con la
mejor vista de mi país desde su avión más poderoso, me
llené de orgullo y “saqué pecho” bajo del arnés
del paracaídas. Montevideo Control, a unas 100 millas al
sur de nuestra ubicación, en el aeropuerto de Carrasco,
nos cedería una franja de espacio aéreo libre de todo
tránsito, para que realizáramos nuestro ballet aéreo de
manera segura.
Vicente reduce la velocidad a 180 nudos, y anuncia que
apagará el motor izquierdo y que comenzará las
procedimientos de chequeo. He inmediatamente lleva
la palanca de potencia izquierda toda atrás
hasta el tope, un centímetro hacia arriba y toda atrás a
la posición
CUT-OFF: --SHUMMMmmmm...
Es extraña la acción de apagar en vuelo un motor de
avión que está funcionando a la perfección. La reducción
del ruido, el indicador de flujo de combustible que cae
a cero, la temperatura de gases de escape en descenso,
todo genera una sensación irreal.
El empuje asimétrico resultante de operar ahora con
un solo motor es corregido por la bota de Vicente
presionando el pedal del timón derecho, mientras
se comprueba visualmente en los instrumentos, que
realmente el motor “duerme”. En realidad no duerme del todo, debido al
efecto del viento (ram-air) sobre el compresor del
motor, que lo mantiene girando lentamente.
Ahora hay que ponerlo en marcha nuevamente.
-RPM en 11 por ciento- le indico a Vicente
que está compensando los
controles de vuelo de profundidad y alabeo. Esta
indicación de RPM del motor apagado está por encima del mínimo de 6% requerido por el
fabricante para intentar la puesta en marcha en el aire.

Vicente levanta entonces el rojo capuchón de ignición
activando la “ignición de emergencia”.
-Crack crack crack crack crack- suenan los ignitores,
mientras se iluminan en el panel luces de advertencia
con la esperada señal de L IGN (left ingnition
- ignición izquierda).
Esta especie de bujías de elevada tensión, instaladas
dentro de la cámara anular de combustión del J-85,
proveen la chispa necesaria para la puesta en marcha.
Ahora
Vicente activa la llave de arranque hacia START, e
inmediatamente adelanta la palanca de potencia izquierda
a la posición de relanti o marcha lenta (idle). La
unidad de control de combustible (FCU, Fuel Control
Unit) envía el JP-4 a
través de inyectores que lo
atomizan dentro de la cámara
de combustión. El índice izquierdo de Vicente activa el cronómetro para controlar el tiempo de arranque.
Nuestras miradas ahora están fijas en los indicadores de
temperatura de gas de escape (EGT), que darán la primer
señal de que el J-85 ha arrancado. El General Electric
se despierta con brío murmurando alto y fuerte,
manteniéndose lejos de los 900 grados centígrados
indicados como temperatura máxima para un arranque en el
aire. Al regularizarse la combustión el ronroneo altera
su tono a un parejo -Mmmmmmmmmmm- al estabilizarse las RPM
entre 45 y 50 %.
Iniciaremos ahora la parte más interesante del vuelo,
consistente en realizar un descenso en picada, con potencia máxima,
desde FL 210 hasta FL 120. Será un descenso de 9.000 ft,
en el que llegaremos muy cerca pero no sobrepasaremos los 415 kias (velocidad
aérea indicada, en nudos), la velocidad de “nunca
exceder” del avión. De acuerdo al fabricante, colocaremos
así a la nave en una condición de vuelo propensa
a la entrada en pérdida del compresor, ya que a alta
velocidad, la presión dinámica de aire sobre la entrada
del motor aumentará considerablemente.
Para regular la
admisión del aire el J-85 se diseñó con alabes fijos de
geometría variables o IGV (Inlet Guide Vanes). Esta especie de guías fijas parten
desde el cono (o spinner) céntrico, estando abisagradas
en su parte posterior, moviéndose de manera similar a un
timón de dirección, aumentando o disminuyendo el pasaje
del flujo de aire de acuerdo a la demanda de aire del
compresor. Las IGV a su vez reciben información de las
válvulas de sangrado de aire del compresor (bleed air
valves), y a través del FCU se regula el suministro del
JP4 a las cámaras de combustión. Estos dispositivos, que
optimizan el rendimiento del motor, también adicionan
complejidad a su funcionamiento, aumentando las
probabilidades de alguna falla que ocasione la entrada en pérdida o
stall del
compresor.
El piloto lleva las palancas de potencia
hacia adelante hasta el tope, y se compueban indicadores
de RPM en 100%, y demás indicadores de motor, temperatura de gas de escape
(EGT), flujo de combustible, etc, todo
dentro de los límites. La velocidad aumenta, y es hora de
abandonar este nivel de vuelo.
-Agarrate, Blanco- me
dice Vicente, antes de iniciar una ruptura descendente.
Vicente me “tuteaba” en vuelo, en tanto trabajábamos.
Era su costumbre. -Acá, en vuelo, estamos trabajando- me
había dicho en un vuelo anterior. En tierra éramos ambos
“militares como sapos” (o militar prusiano como decíamos
en la Escuela Técnica de Aeronáutica). Al haber
estudiado y egresado de una institución que impartía un
alto grado de instrucción militar, mi actitud de
deferencia nunca me permitió hacerlo. Me era imposible
tutear a “mi Teniente”.
El Dragonfly desciende casi en la vertical, y acelera vertiginosamente. Mis
ojos están fijados sobre el panel central, en la doble
fila vertical de instrumentos del motor izquierdo. El
sol alto y detrás de nosotros, produce destellos sobre
los cristales de los indicadores, entorpeciendo su
visión. Los arroyos y montes de eucaliptos
debajo de la nariz del Alfa aumentan rapidamente de tamaño.
Estamos en un descenso en picada a casi 400 nudos, estilo
ataque de Stuka !
 Todos los indicadores están dentro de lo normal, y la
luz Master Caution, indicador primario de cualquier
falla, se mantiene apagada.
De repente, con el rabillo del ojo, noto que Vicente
retrae ambas palancas de potencia a la posición idle. El
rugido de los motores disminuye notablemente su intensidad, mientras
las agujas de los indicadores análogos de uno y otro
motor, retroceden y se alteran en un baile sin fin.
Seguimos en resuelta picada hacia el planeta, pero la
velocidad ya no aumenta. Entonces el pulgar
izquierdo del piloto
desplaza hacia atrás el pequeño
micro interruptor negro al costado de la palanca de
potencia del motor izquierdo, y de pronto parece que
estamos en el medio de un terremoto ! -BRRRRRREEEEEEEERRRRRRRR. Vicente había extendido el
speed brake o freno de aire ventral. Este dispositivo,
una plancha de acero de aproximadamente un metro por 30
cm de dimensión, se
ubica en la panza del avión, detrás
del compartimiento del tren de nariz. Al ser empujada
hacia afuera por sus dos actuadores hidráulicos, genera
una tremenda resistencia al avance (drag) y la
consiguiente acción de
frenado, provocando fuerte vibración de todo el avión.
Esa vibración es tan evidente que Cessna no instaló
ningún otro tipo de indicador de su operación.
En forma simultánea al accionamiento del freno de aire
ventral, se activan los atenuadores de empuje, pestañas metálicas
instaladas detrás del tubo de escape de los motores, que se
posicionan sobre el chorro de escape, reduciendo el
empuje sin necesidad de modificar las rpm del motor. Este
accionar simultáneo de freno de picada y deflectores de
empuje ocurre
siempre y cuando la potencia de los motores esté
reducida: entre idle y
60% +/- 3%. Con sus dos manos en el bastón de comando, Vicente lo
lleva hacia atrás, y el A-37 comienza a salir de la picada,
percibiéndose movimientos
oscilatorios en cabeceo, como que el avión resbalara en
el cielo. Siento el fuerte aumento de las G, la fuerza de
aceleración gravitatoria, como un imponente aumento en
el peso del cuerpo, mientras que la máscara de oxígeno
se resbala sobre mis estiradas mejillas. Me preocupa que
mi visión periférica disminuye y se ensombrece (visión
túnel) al acercarnos a las 4 G positivas. Sin un traje
anti G –como se utiliza en los viejos Tango (T-33)- mi
sangre se desplaza hacia los extremos inferiores de mi cuerpo, disminuyendo
la irrigación cerebral con la consecuente perdida de
visión mientras dure la maniobra de salida del descenso.
Me siento tembloroso, sudado y con el cuerpo cansado como si me
hubieran dado una paliza, mientras volamos ahora de
regreso a Parallada,
con la satisfacción de que el FAU 272, está en perfectas
condiciones de vuelo.
Vicente transmite:
-Parallada, Fuerza Aérea 272 solicita
autorización pasaje bajo sobre el campo. |
Al recibirse la
respuesta positiva del “torrero” le digo a Vicente:
-Mi
Teniente, me permitiría encender la luz de la toma de
reabastecimiento aéreo durante el pasaje bajo?
No podía
ver la expresión de la cara de mi compañero, oculta tras
la máscara y el visor, al recibir el extraño pedido, y
continué: -Es que los muchachos de la Sección Motores
van a estar en la planchada, y les dije que de ser la
prueba positiva, les encendería la lucecita de nariz.
En la planchada del Grupo, mis camaradas
técnicos George Machado, Fernando Porto y el “bayano”
Aguallazo, esperan ansiosos, con su mirada dirigida
hacia las alturas. Una pequeña mancha negra se aproxima
desde los cielos del norte hacia el hangar. Al verla
Aguayazo, con típico acento de la frontera norte de
nuestro país, comenta:
-Mi viejo, vienen chatito contra
el suelo, no?
Vicente apunta la nariz del Alfa hacia los techos
semicirculares de los hangares de Base 2. El flamante
hangar del Grupo de Caza es nuestro primer “blanco”,
seguido más al sur por el del Grupo 1, con la torre de
control a su derecha. Una hermosa fila de T-34 Mentor
estacionados lado a lado, engalana la planchada con sus
tonos blancos y anaranjados. Frente a ellos un viejo y
cansado T-6 Texan pone en marcha su gran motor radial,
soplando
abundante humo sobre su desgastado camuflaje. El
Dragonfly gana terreno y se aproxima a su presa, sin
anunciarse y silenciosamente. -300 nudos y 300 pies
sobre el terreno- pensé. -Que lo parió, acá vamos.
Cuando se escuche en tierra el ruido será demasiado
tarde: en un ataque real estarían cayendo las bombas
Mk-82 de retardo y el A-37B estaría en la maniobra evasiva
de escape, en un viraje con altas Gs rasante sobre las
copas de los árboles -su camuflaje south east asia
mezclándose hábilmente entren ellos- y su pequeño
fuselaje ofreciendo una sección mínima a la artillería
enemiga. Al término de mi divagación me regocijé al pensar que
“los botijas” de la Sección Motores pronto tendrían la respuesta
que esperaban.
-WHOOOOOSSSSSHHH. El Alfa pasa raudo sobre
su objetivo. Mi mano enguantada, sobre el panel
negro de instrumentos, querría alcanzar, tocar el techo
del hangar. La torre de control pasa a mi derecha, pero los pilones
bajo las alas y el tip tank ya con la mayoría de sus 90
galones utilizados, no me permiten contacto visual con
el “torrero” (-pagaría oro por verle la cara- pensé
morbosamente).
Al sobrevolar la planchada del Grupo
2, sobre los venerables T-33, Vicente, sin advertencia,
tira el bastón hacia atrás abruptamente, y ascendemos
casi en la vertical cambiando velocidad por altura.
Siguen dos toneaux verticales, con indicador de actitud
(horizonte artificial) girando como un trompo. La cabeza
se me va abruptamente hacia atrás, junto con el polvo
suelto dentro de la cabina, y mis rodillas quedan
cercanas a mi pecho debido a la G negativa, mientras
volamos invertidos.
Ahora entramos al circuito de aterrizaje, con ruptura táctica
sobre el aeródromo, girando 180 grados hacia la inicial.
-Parallada FAU 272, tren abajo, asegurado, flaps- indica
Vicente, ya prestos a aterrizar. Mientras los motores de
272 se aceleran para mantener altura y la velocidad por
arriba de los 120 nudos en la pierna base, los tres
aerotécnicos en tierra observan al avión, que está retornando a
su cuidado. Y sus rostros se iluminan y las sonrisas se amplian al notar, cuando el avión enfrenta la pista en
final, la pequeña y tenue luz de iluminación del air
refuelling probe encendida, indicando que el motor
reemplazado a pasado la prueba.
Las paletas amarillas, en las manos del mecánico de
línea, guían a nuestra aeronave hacia su
estacionamiento, donde Vicente apaga al unísono ambos
motores. Las calzas de madera también amarilla se colocan
delante y atrás de los neumáticos, los drenajes de
combustible de las cámaras de combustión dejan charcos
del carburante sobre el cálido cemento. Con los
compresores aun girando en regresiva velocidad, los
alabes del compresor y las turbinas reducen su tensión -como un teclado de piano flojo- su ruido, su tempo.
Dejo el paracaídas dorsal sobre el asiento eyectable, y
coloco una bota sobre el apoyapie rebatible externo,
mientras me sujeto de la parte superior del macizo
parabrisas, para retomar contacto con el suelo oriental.
|
El orgulloso y
posesivo mecánico de línea se acerca a revisar
su amada máquina, que en un recuadro negro
cercano a la nariz lleva su nombre. Es el
“Mudito” Acosta –compañero de tanda de la
Escuela Técnica- que murmulla como para adentro:
-Que hacés Blanquito?,
observando mis mejillas marcadas por la presión de la
máscara de oxigeno, y mi rostro abatido por las
acrobacias. Lo miro y le sonrío mientras inserta los
pinos de seguridad de los asientos eyectables. |
|
|
Vicente
está ya alejándose por la planchada camino a
“Operaciones”, seguramente ansioso de firmar el libro de
mantenimiento, cuando, al darse cuenta de que no se había despedido, gira
hacia mí y dice, en modo militar, sin tutearme:
-Muchas
gracias por su trabajo, Blanco- y efectúa un saludo
militar.
Ese simple gesto, combinado con la satisfacción
de haber realizado un buen trabajo, significó para mis
jóvenes 19 años, simplemente la felicidad. La FAU me
había entrenado para cumplir esa misión, y hoy la había
cumplido. Ernesto Blanco Calcagno |