Durante la mayor parte de la década del 60 los T-6s, aviones de
entrenamiento avanzado, fueron las máquinas en que los alumnos pilotos de
la Escuela Militar de Aeronáutica aprendían a volar directamente, sin
pasar antes por un aparato de entrenamiento primario. Había pasado el
tiempo de los PTs y de los Chipmunk, y faltaba para que llegaran los T-41.
Entonces la selección de pilotos se hacía en el T-6, que se convertía en
severo árbitro que decidía el futuro de cada uno: Piloto o Navegante con
Diversos Roles.
A pesar del atrevimiento juvenil natural que
teníamos los cadetes promitentes aviadores al comenzar el curso de vuelo, era difícil no sentirse impresionado
por ese maquinón tirado por los 600 caballos de su tormentoso motor en estrella.
La primer trepada hasta las alturas de su cabina, para literalmente sumergirse en
ella, fue una de las más excitantes experiencias de mi vida:
-¡Había llegado! ¡Estaba por
volar por primera vez!
Un cúmulo de olores me llegó a la nariz, y
lo aspiré con fruición. Era esa acre mezcla indefinible de vapores de caucho,
pintura, fluido hidráulico y hasta la persistencia de viejos vómitos, que se
convirtió en una droga que aún hoy siento que me falta.
Pero el entusiasmo inicial inmediatamente se
transformó en descorazonamiento:
-¿Cómo voy a aprender a
volar algún día, si en este monstruo ni siquiera puedo ver por donde voy?!
El gigantesco capot impedía ver más allá del
tablero de instrumentos. Sacar la cabeza para atisbar el camino era imposible,
puesto que el torbellino de la hélice arrancaba auriculares, lentes, y el "polí"
con que cubríamos reglamentariamente nuestra cabeza. Pero para algo está el instructor,
que pacientemente nos enseñó a carretear con esas eses de borracho de los
aviones de tren convencional.
En forma increíble fuimos progresando en el arte
de volar. Guiados por la mano experta y maestra del instructor, que
primero "demostraba" cada maniobra, para luego permitirnos "seguirlo" en los
comandos al repetirla. Esa mano que se transformaba en "mano peluda" para
arrebatarnos el bastón con un furioso: -¡Míos los comandos!,
cuando nos poníamos nosotros y al avión en una situación peligrosa...
Pasamos por el vuelo recto y nivelado, los
virajes suaves, los medianos y luego los escarpados:
-Tire del bastón Cadete, bolita al medio,
meta "palonier". ¡Tire que pierde altura! ¿No tiene fuerza? ¡No sea jodido,
cuando aterricemos me hace 30 flexiones! ¡Tire más! ¡No, no! ¡Tanto no!
¡Míos los comandos!
Y el instructor sacaba al T-6 del tirabuzón en
que habíamos entrado, mientras nosotros aprovechábamos para acomodarnos los
auriculares mal puestos que las fuerzas "G" habían hecho resbalar hasta la
nariz.
Aprendimos a "sentir" la proximidad de las
pérdidas de velocidad, y a entrar y a salir de ellas. Aprendimos a
recorrer la peligrosa curva en descenso de la "pierna base" del circuito de
tránsito ("push", flaps, -Artigas Torre, 340 en base, tren bajo y
asegurado), manteníéndonos lejos de la siempre acechante "pérdida por
comandos cruzados".
Y el aterrizaje... Ahh, que cosa difícil de
aterrizar era un T-6, y más aun en pista de hormigón!
-Tres puntos
Cadete, busque los tres puntos, insistía el instructor, un optimista
incurable que creía que llegaría el día en que haríamos que las ruedas
principales tocaran suelo simultáneamente con el patín de cola...
Pero hasta eso se logró, y cierta tarde de
invierno el Jefe de del Departamento de Vuelo se subió a la cabina trasera y nos sometió a la
"inspección pre solo", que pese a nuestros temores previos, aprobamos.
-Está pronto. Mañana temprano sale solo.
Dígale a su instructor que le reserve avión.
Palabras dulces como la miel. Una vida esperando
ese día. Más de tres largos y duros pero hermosos años en la Escuela de
Aeronáutica, nos habían llevado a esa meta siempre imaginada. Luego del
"solo" seríamos otros, más maduros, más serios. Y por supuesto más
arrogantes...
Ahora era vital lograr que el vuelo solo se
cumpliera en un avión adecuado. Porque los aviones no son todos iguales.
Como las personas, los hay buenos y serenos, y los hay malos, bellacos y
traidores.
Más tarde llegaba la tranquilidad. En el pizarrón
de Operaciones de Vuelo, figuraba ahora mi nombre (¡solo! ¡nadie en el renglón
de cabina trasera!), al lado de una de las matrículas deseadas: FAU
358,
un vuelo previsto para la mañana siguiente.
Porque el T-6 FAU 358 prestó
servicios en la Escuela Militar de Aeronáutica durante muchos años, y ya tenía
mucha experiencia en enseñar a los cadetes los trucos y la magia del vuelo, a la
vez que soportaba sin quejarse los malos tratos. Ese T-6 era como esas yeguas viejas, muy mansas, que
soportan sin corcovear a los malos jinetes, por lo que era uno de los aviones que se
elegían para los primeros
"solos" de los pichones. El 358 perdonaba todos nuestros errores, y muchas veces
parecía que solamente había que soltar los comandos para que aterrizara solito y
suavemente.
Si hubiera sido una persona el 358 seguramente hubiera sido maestro
de escuela...
A la mañana siguiente, me sentí en la gloria
durante la pierna del viento de la primera de las tres vueltas de pista
tradicionales, al mirar hacia atrás y verificar que efectivamente no había nadie
en cabina trasera: ¡estaba volando solo!
Luego, tras el último de los tres aterrizajes,
llevé cuidadosamente al 358 hasta el estacionamiento. Cumplí
parsimoniosamente la rutina de apagado de su motor, y en la inspección post
vuelo lo acaricié y le murmuré unas palabras de agradecimiento. Como
siempre, el viejo T-6 había cumplido. Y recuerdo que mientras yo me
alejaba hacia donde me esperaban para el saludo y el ritual tradicional el
Director de la Escuela, los instructores y mis compañeros de promoción, el avión
a su vez me pasó un consejo práctico de máquina ya experimentada en estos
sucesos:
-aflojá las nalgas, que así las patadas
duelen menos...
Sí. Tras ese vuelo mágico, el
358 ya era un amigo para toda la vida.
Pero un año más tarde, durante otro primer
"solo", la tortura a que fue sometido el pobre 358 fue excesiva, cuando un
cadete de esos que les cuesta llegar a piloto, lo golpeó paseándolo de un borde
al otro de la pista en el primero nomás de la serie de tres aterrizajes. El viejo avión
ya estaba agobiado por tantos malos tratos y finalmente se rindió: - no, ya
estoy demasiado cansado... debe de haberse dicho, y se rindió. Hizo un carrousell donde se le partieron las piernas,
y quedó unos metros fuera de la pista 36, echado sobre su panza, despidiendo un
delgado hilo de humo por la abertura del capot que cubría el R-1340.
Fue en una mañana fresca, en los primeros días de diciembre. Los "vuelos
solos difíciles", como se sabía que sería este, se planificaban para esa hora,
cuando no corre la mas mínima brisa, y no hay nada de turbulencia. Recuerdo
estar desayunando en el comedor junto a todos los cadetes, cuando comenzó a
aullar la sirena de accidente en pista, un sonido que hasta ese momento había
tenido la suerte de no escuchar, por lo que al principio no la reconocí.
Salí corriendo, junto a todos los demás, con el corazón apretujado por la
angustia de la posibilidad del amigo muerto. La visión del avión a lo lejos, con
su piloto ya saliendo de la cabina y alejándose, me tranquilizó, dejándome ahora
la preocupación por el 358, ese avión que ya era un poco mío, así como yo era uno de tantos hijos para él. Me dolió verlo así tirado, postrado en el
esfuerzo final de salvar al piloto.
Lo que vino después lo recuerdo perfectamente. Fue presenciar la dolorosa y
lenta muerte de un amigo sin poder evitarlo. El hilillo de humo inicial fue
creciendo parsimoniosamente. El camioncito de bomberos de la EMA demoró en
llegar, y cuando lo hizo, el escuálido chorrito de agua de su pobre manguera no
sirvió de nada. Nos afanamos trepándonos al viejo agonizante, para intentar
quitar el capot para que los escupitajos de la infeliz manguera pudieran llegar
al fuego refugiado en las entrañas del motor, pero fue inútil. El incendio
siguió creciendo lento pero firme, seguramente envalentonado por la falta de
oposición. Las llamas comenzaron a lamer y chamuscar las chilcas aplastadas por
el corpachón del T-6, surgiendo lenguas de fuego que nos obligaron a alejarnos ante el riesgo de una
explosión, que finalmente no se produjo.
Y el FAU 358 se quemó lenta, lentamente. Las llamas, respetuosas, ni siquiera
crepitaban, limitándose a cumplir su tarea ingrata de derretir suavemente el
aluminio que a tantos pilotos ayudó a subir al cielo. Quienes dicen que los
aviones no tienen alma, que por haber nacido máquina no sufren, otra cosa dirían
si hubieran estado allí...
Me quedó hasta ahora, el mal sabor en la boca de no haber podido cumplirle a ese
avión, como él había cumplido con nosotros. Quizás conservando su memoria redima
un poco de mi culpa.
Pilotoviejo
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