Un uruguayo en la Segunda Guerra
Mundial |
El aviador imposible
por Martín Otheguy
"¿Qué hacen los aviadores, en el cielo,
las mañanas más claras de julio?
Pensarán quizás en un libro,
una mujer, una canción cualquiera...
hasta que fallen los motores"
José Carlos Seoane - Fernando Cabrera
A cinco mil metros de altura, acunado en la calidez
hermética de la cabina, Julio Gil Méndez veía a Italia como una sábana
verde y fresca, invitando a dormir. Córcega va quedando atrás y frente
al morro del bombardero B 26 de Gil Méndez asoma La Spezia, norte de
la bota.
De improviso, el encanto telúrico se rompe: toma forma un enorme
depósito de municiones, último bastión de los alemanes en un
territorio casi liberado. Julio Gil Méndez, al frente del escuadrón de
bombarderos aliados, abre fuego sobre el depósito, que comienza a
levantar columnas de humo. Los alemanes responden con un carnaval de
fuegos: cañones, granadas anti aéreas y el despegue de aviones caza
germanos.
Mientras la fábrica de municiones de Hitler es destrozada, cinco
aviones del escuadrón aliado de Gil Méndez, pilotados por
norteamericanos y franceses, caen a pique. Julio intenta replegarse y
una granada estalla en el flanco de su avión Marauder, averiando un
motor y destrozándole parte de la pierna y el brazo.
Escupiendo humo como un pájaro incendiado y funcionando con un solo
motor, el B 26 de Julio busca la protección de refuerzos aliados. Allí
donde deberían estar, sin embargo, hay una extensión vacía de espacio.
Al salir del fuego de los cañones anti aéreos, el piloto descubre que
dos cazas Focke Wulfe alemanes lo persiguen. A media máquina el
Marauder intenta esquivarlos y salvar el pellejo. En dos minutos de
agonía Julio ve pasar el mundo frente a sus ojos: cuando aguarda la
ráfaga mortal, lo que llega es el milagro. La escuadra aliada de cazas
aparece de la nada, intercepta el fuego y lo escolta hasta su base en
Córcega. Detrás quedaban los escombros de la última fortaleza del
Tercer Reich en tierras italianas.
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La maldición del aviador
29 años separan estas heridas de guerra del nacimiento de Julio Gil
Méndez un 14 de agosto de 1915 en Mercedes, Soriano. Hijo de Gaspar
Gil y Rosa Méndez, nuestro protagonista demostró desde los primeros
años un entusiasmo que en ocasiones llegaba a ser pendenciero. Su
pasión por la aviación tuvo el destino inevitable de un drama griego:
nació en la calle Detomasi, nombrada en honor a la primera víctima
mortal de la aviación uruguaya.
El amor por los aviones, que compartía su hermano Leonel, lo llevó a
alistarse a los 18 años en la Aviación Naval, en una época en la que
jamás podría haber soñado el destino que lo aguardaba unos años más
tarde.
Cuando Alemania invadió Polonia en 1939, dando inicio a la Segunda
Guerra Mundial, el mercedario Julio Gil Méndez tenía 24 años y era un
entusiasta declarado del vuelo, según nos cuenta su biógrafo Pedro
Troche. Julio vio al Graf Zeppelín elevarse sobre la ciudad de
Montevideo y observó probablemente la muerte del Graf Spee alemán en
aguas del Plata.
Gil Méndez salía todos los miércoles a las pistas de aviación de
Mendoza, donde se transformó en mecánico. Aunque tiempo después
aprendería a volar a Melilla, siempre se sintió relegado a la hora de
probar sus dotes en el aire.
Cuando los ecos de la guerra comenzaron a trasladarse a Uruguay, vio
en el año 39 un acorazado inglés en el puerto, con el anuncio:
''Alístese en la Fuerza Aérea Real''.
Como su futuro en la Aviación Naval de Uruguay no parecía ser muy
promisorio Gil Méndez vio aquí su oportunidad para convertirse en un
verdadero piloto.
Impulsivo por naturaleza, hizo las maletas, engañó a su madre al
hacerle creer que viajaba a Salto, y ante el estupor de familia y
amigos se alistó sin pensarlo como voluntario para enrolarse con los
aliados en la Segunda Guerra Mundial. Pocos días después partía hacia
Europa, el centro donde el conflicto comenzaba a desatarse.
El mundo desde arriba
La misma noche de su arribo a Londres, donde comenzaría su
adiestramiento, Julio debió haber lamentado su decisión apresurada: la
zona en la que se encontraba su hotel fue bombardeada por los
alemanes, haciendo temblar las paredes de su habitación.
En esos primeros meses, mientras se convertía en un verdadero piloto,
Julio tuvo una desagradable tarea de voluntario, alejado de los cielos
y los aviones: remover los escombros luego de los bombardeos, ayudar a
los heridos, rescatar los cadáveres.
Viviendo en la isla británica y haciendo su curso de piloto de caza,
Julio se hizo de una novia inglesa, a la que visitaba regularmente y
en cuya casa solía pasar los fines de semana. Un domingo como tantos,
enfiló hacia donde vivía Joy Carter, tal el nombre de la rubia. Jamás
pudo llegar. Luego de una furibunda blitzkrieg alemana, la manzana
entera había desaparecido. Donde supo estar la casa de los Carter
había un hoyo ennegrecido: nadie, excepto un joven y un perro,
escondidos en un refugio, pudo sobrevivir. El oasis que el uruguayo
había encontrado en Londres, en plena guerra, se había tornado en un
infierno. Lo más cercano al afecto que había conocido, había sido
reducido y pulverizado a la nada.
Despojado de esta forma de lo único similar a un hogar que poseía en
miles de kilómetros, y habiendo acabado su entrenamiento de piloto
militar, Gil Méndez abandonó Inglaterra por el destino más usual de la
Legión Extranjera que integraba: África.
Pasión por África
Cuando Francia fue invadida por los alemanes, el país se dividió en
dos: el mariscal Pétain accedió a las condiciones de los germanos, que
ocuparon casi todo el territorio galo, mientras la resistencia,
encarnada por el general De Gaulle, luchaba por la liberación desde el
exilio en Londres. La guerra se trasladó entonces a las colonias
europeas del África: allí debió ir Gil Méndez, como parte de la Legión
Extranjera y con el cometido de enrolarse en las Fuerzas Aéreas
Francesas Libres.
En las tierras de Congo, Camerún, Gabón y otros tantos países, con
temperaturas superiores a los 40 grados, el Eje y los Aliados
disputaban una supremacía fundamental para dirimir el destino
posterior de Europa.
Allí tuvo Julio su bautismo de fuego, bombardeando puestos italianos y
realizando tareas de protección y reconocimiento, luchando con la
malaria, el paludismo y esforzando su avión en desiertos inhóspitos.
La leyenda que rodeó a Gil Méndez y cubrió su historia como un velo en
su Mercedes natal comenzó a gestarse allí. En una de las misiones se
pidieron voluntarios para efectuar un bombardeo nocturno. Había un
solo inconveniente: el combustible era tan escaso que solo sería
suficiente para el viaje de ida. El voluntario que realizara dicha
incursión tendría que apañárselas como pudiera en el regreso. Julio
fue una de las dos personas que dio un paso al frente.
Gil Méndez efectuó su bombardeo y previsiblemente se quedó sin nafta.
Tuvo que aterrizar sobre el desierto a la noche, a kilómetros de la
civilización. Cuenta la leyenda y es difícil desgranar la verdad del
mito- que su encuentro con un árabe nómade le salvó la vida. A cambio
de alimentos enlatados, el moro le acondicionó una pequeña cueva.
Debió vivir allí, acompañado por el leopardo de su compañero
ocasional, cuya función era protegerlo de las tribus nómades del
desierto. Poco después de sufrir uno de estos ataques y antes de ser
rescatado, Julio tuvo la oportunidad de ver su reflejo en un laguito:
a los 30 años su pelo se había vuelto completamente blanco, y su
imagen, sobre el espejo que formaba el agua, parecía haber sido
usurpada por el rostro de un viejo.
Aunque pueda sonar exagerado, de la labor de Julio pudo depender parte
del destino de la guerra. Uno de los personajes fundamentales, que
cambió el curso del conflicto fue el general británico Montgomery,
quien quedó a cargo de la respuesta aliada al nazi Erwin Rommel,
conocido como ''El Zorro del Desierto''.
Montgomery fue el encargado, junto al general estadounidense
Eisenhower, de acabar con los ejércitos del Eje en África. Un mes
antes de que el militar británico comenzara la invasión a Italia, que
culminó con la deposición de Benito Mussolini, Julio Gil Méndez fue
responsable de trasladar a Montgomery hasta África en su avión. No
pudo enterarse en aquel momento de la importancia de su misión:
inmediatamente después contrajo la fiebre amarilla, que lo dejaría
postrado por tres meses.
Europa no está tan lejos
Terminada la labor en África, Gil Méndez participó directamente de los
bombardeos sobre Italia, de los cuales el más recordado es el
mencionado a principios de esta nota: la misión de La Spezia,
destinada a acabar con uno de los últimos bastiones alemanes y en la
que el piloto uruguayo fuera gravemente herido. La incursión aérea de
Gil Méndez le valió la Cruz de Guerra, la primera de sus distinciones
militares.
De Italia pasó a Francia y luego directamente a Alemania, derribando
con sus bombardeos las últimas fábricas de aviones del Tercer Reich.
Volando a escasos cientos de metros, el horror y absurdo de la guerra
se hizo más patente que nunca. Julio debió presenciar cómo sus propias
bombas destruían una represa y sumergían en el agua una ciudad llena
de gente.
La otra prueba dura en tierras germanas fue su trabajo de colaboración
en los campos de concentración, rescatando "muertos vivos" y cadáveres
a medio quemar en los hornos crematorios de los alemanes. Pedro Troche
nos relata la profunda impresión que le causó ver "la cantidad de
gente muerta y apilada como animales (...) como las pilas que hacían
en la estancia con las osamentas".
Final de juego
El fin de la guerra lo encontró en Casablanca. El día que se firmó el
armisticio su registro marcaba 426 horas y 20 minutos de vuelo. Los
voluntarios uruguayos regresaron por entonces en barco: todos menos
uno.
Julio Gil Méndez se alistó entonces para continuar la guerra en la
Indochina francesa, que aún estaba ocupada por los japoneses. Dicha
ocupación no duró mucho, ya que poco después los estadounidenses
arrojaban la bomba atómica sobre Hiroshima, logrando una capitulación
absoluta.
Julio debió quedarse de todos modos, y entre sus tareas estuvo la de
transportar testigos vitales en el juicio a los militares nazis en
Nüremberg.
El 21 de julio realizaría su vuelo final, regresando a Montevideo con
seis condecoraciones militares. La gran ironía criolla fue que este
héroe de la aviación, valorado en África y Europa, no pudo ganarse la
vida en su país en el mismo rubro. Como otros tantos voluntarios a los
que les costó sintonizar con la "normalidad" de un país al que volvían
un tanto descolocados, Julio debió vivir de ocupaciones completamente
alejadas de su profesión, en este caso hacerse cargo de una estancia
"San Miguel", lejos del bullicio y los aviones.
Los años pasaron y los reconocimientos fueron llegando, aunque en
forma tardía. Las visitas del general Bigot y el presidente francés De
Gaulle significaron para Julio dos condecoraciones más y un ascenso
que le correspondía por ley, convirtiéndose en capitán.
Aquellos años los pasó con su esposa Minga Uriarte, con quien no pudo
tener hijos, presumiblemente a causa de las heridas de guerra,
responsables de la pérdida de músculos de la pierna derecha y parte de
la zona genital. Los ecos de una guerra no tan lejana lo asaltaban por
las noches: solía levantarse en medio de una pesadilla, creyendo que
aún estaba en el avión y la carlinga se sacudía en medio de una ráfaga
enemiga.
Con sesenta y nueve años, en 1984, Gil Méndez intentó levantar de
apuro una garrafa de gas, se sintió mal y sufrió un infarto. Aunque
fue internado a la brevedad, cerca de la una de la mañana un segundo
ataque le condujo a la muerte en una sala de hospital.
Fue enterrado en el cementerio de Mercedes junto a sus padres, sin
ninguna pompa ni recuerdo alguno de su participación destacada en la
Segunda Guerra Mundial. Recién en 1994, en un breve acto frente a su
casa natal, se colocó una placa recordatoria en honor al piloto. Fiel
al estereotipo más deleznable de la picardía criolla, alguien tuvo la
triste idea de robarse la chapa conmemorativa cinco años más tarde,
que jamás fue repuesta.
Desde entonces, la figura de Julio Gil Méndez se recrea a través de la
historia, el mito y la leyenda. Muchos se preguntan qué fue lo que
impulsó al piloto a abandonar todo lo que amaba en su tierra natal
para sumergirse en el núcleo del peor conflicto bélico del siglo XX.
Un idealismo
profundo, que se vio puesto a prueba cuando conoció en la guerra
un absurdo que no distinguía bandos, su odio al nazismo y
cualquier forma de totalitarismo y un amor incondicional por la
aviación lo llevaron a seguir combatiendo cuando ni siquiera los
franceses e ingleses deseaban hacerlo.
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A la tumba se llevó secretos y experiencias únicas: la verdad sobre su
supervivencia en el desierto, sus cumpleaños pasados en la soledad de
la cabina del avión, la alegría de salir vivo del bombardeo de La
Spezia y la tristeza infinita de los recuerdos de la guerra,
compensada por la emoción de revivir sus vuelos más prístinos sobre
los cielos de África y Europa.
Martín Otheguy
Agradecemos enormemente la colaboración del escritor Pedro Troche,
quien nos suministró todo el material necesario para confeccionar esta
nota. Recomendamos muy especialmente leer su libro "Molinos de
Viento", que contiene muchísima información adicional.
Montevideo COMM / Portal
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Este artículo fue publicado originalmente
en Montevideo COMM / Portal, (www.montevideo.com.uy),
y es reproducido aquí por gentileza de su autor Martín Otheguy y de
Pedro Troche, autor del libro "Molinos de Viento" sobre la vida de
Julio Gil Méndez.
Cuando no están acreditadas, las imágenes
son originales del libro "Molinos de Viento".
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